En Granada, sobre la colina llamada por los árabes “Sabika”, dominando la vega que riegan el Darro y el Genil, se yergue la Alhambra, “al-Hamra”: “La Roja”. Y ello es así, porque fue edificada sobre esa colina roja y con tierra de ese color.
En los tiempos en que una parte de España se llamaba al-Andalus, y el Califato de Córdoba se había ido desmembrando por la guerra civil entre los reinos de Taifas, se asentaron en Granada dos dinastías de reyes musulmanes: los ziríes, de origen bereber, asentados durante el siglo XI, y los nazaríes, que según sus ancestros eran descendientes de la más pura estirpe árabe: los ansares de Medina, compañeros del Profeta del Islam, Muhammad.
La dinastía nazarí gobernó desde el siglo XIII hasta el 1492, año en que el rey Boabdil el Chico entregó las llaves de Granada a los Reyes Católicos, clausurándose de esta forma el poderío islámico en España, que había durado más de ocho siglos.
Cuenta una leyenda, recogida por Washington Irving, que reinando en Granada el viejo rey zirí Badis ibn Habus, un anciano astrólogo árabe, ante la petición del rey de buscar un retiro donde escapar del mundo, ofreció construirle con su mágico poder un palacio y un jardín, semejantes al Paraíso. Para ello eligió la colina donde hoy se asienta la Alhambra.
En la cumbre de la colina comenzó construyendo una enorme puerta, con un arco exterior en el vano de la entrada y otro más bajo que daba paso al interior del castillo. En la clave del arco de entrada estaba grabada una mano, y en la del otro arco, una llave, símbolos mágicos de acceso a la fortaleza.
Lo mismo se puede decir de las torres: la de la Cautiva, la de las Infantas…, la Torre de los Siete Suelos, por la que salió Boabdil para siempre, tras perder Granada, y que mandó tapiar para que nadie volviera a cruzarla.
El recinto de la Alhambra se asemeja a un enorme barco, cuya proa es la Torre de la Vela. El interior se distribuye en muchos espacios, y pasar de uno a otro no resulta fácil. Pasillos en recodo, puertas con direcciones opuestas, corredores y pasadizos inducen al visitante a sentirse en un laberinto encantado, porque las construcciones islámicas, con el fin de guardar celosamente su intimidad, nunca muestran al exterior toda la opulencia artística de su interior.
En los tiempos en que una parte de España se llamaba al-Andalus, y el Califato de Córdoba se había ido desmembrando por la guerra civil entre los reinos de Taifas, se asentaron en Granada dos dinastías de reyes musulmanes: los ziríes, de origen bereber, asentados durante el siglo XI, y los nazaríes, que según sus ancestros eran descendientes de la más pura estirpe árabe: los ansares de Medina, compañeros del Profeta del Islam, Muhammad.
La dinastía nazarí gobernó desde el siglo XIII hasta el 1492, año en que el rey Boabdil el Chico entregó las llaves de Granada a los Reyes Católicos, clausurándose de esta forma el poderío islámico en España, que había durado más de ocho siglos.
Cuenta una leyenda, recogida por Washington Irving, que reinando en Granada el viejo rey zirí Badis ibn Habus, un anciano astrólogo árabe, ante la petición del rey de buscar un retiro donde escapar del mundo, ofreció construirle con su mágico poder un palacio y un jardín, semejantes al Paraíso. Para ello eligió la colina donde hoy se asienta la Alhambra.
En la cumbre de la colina comenzó construyendo una enorme puerta, con un arco exterior en el vano de la entrada y otro más bajo que daba paso al interior del castillo. En la clave del arco de entrada estaba grabada una mano, y en la del otro arco, una llave, símbolos mágicos de acceso a la fortaleza.
Lo mismo se puede decir de las torres: la de la Cautiva, la de las Infantas…, la Torre de los Siete Suelos, por la que salió Boabdil para siempre, tras perder Granada, y que mandó tapiar para que nadie volviera a cruzarla.
El recinto de la Alhambra se asemeja a un enorme barco, cuya proa es la Torre de la Vela. El interior se distribuye en muchos espacios, y pasar de uno a otro no resulta fácil. Pasillos en recodo, puertas con direcciones opuestas, corredores y pasadizos inducen al visitante a sentirse en un laberinto encantado, porque las construcciones islámicas, con el fin de guardar celosamente su intimidad, nunca muestran al exterior toda la opulencia artística de su interior.
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